Eduardo Fidanza. La Nación.com.ar
Analizando la historia argentina, suele decir Pablo Gerchunoff -tal vez nuestro mejor historiador económico en actividad- que termina teniendo piedad a todos los gobiernos. Este comentario, que relativiza la responsabilidad de las administraciones en virtud de los problemas estructurales del país, quizá pueda extenderse a la sociedad. No se trata, por cierto, de absolver a las partes, sino de ir un poco más allá de las personas y los sectores para tratar de entender por qué esta nación permanece estancada, extremadamente dependiente del exterior y afectada por índices de inflación y pobreza inconcebibles. Así, la incertidumbre que envuelve la campaña electoral no puede leerse solo como un fenómeno de coyuntura, sino como un síntoma de las dificultades estructurales irresueltas. La cuestión es que si los principales competidores desatienden este hecho y acentúan su enfrentamiento, se corre el riesgo de una crisis severa a corto plazo, cuando se tornen insostenibles dos problemas de base que el respirador del FMI disimula: la ausencia de moneda y la incapacidad para generar recursos genuinos de financiamiento.
Estos déficits serán, aunque de eso no se hable, límites férreos para la gestión del próximo gobierno, que no dispondrá de margen para políticas redistributivas. No es exagerado pensar que nos espera en los próximos años una suerte de "mediocridad asistida", como afirma un mordaz columnista económico. En cualquier caso, la recuperación de la moneda nacional y la obtención de recursos genuinos, por vía de las exportaciones y la inversión, llevarán años suponiendo que la clase dirigente tenga una actitud sensata para que la economía se desenvuelva en esa dirección. Esta sensatez deberá evitar el canto de sirena que seduce a nuestros dirigentes: la próxima cosecha como tantas veces; altos precios de los granos, como en la primera década de este siglo, o Vaca Muerta ahora, ese mágico yacimiento con el que muchos pretenden seguir sosteniendo que este país es rico, algo improbable, como acaba de recordárnoslo Mario Blejer. Nuestras elites repetirían neuróticamente el pasado si una repentina bonanza las apartara de la perseverancia que exigirá sacar a la Argentina del pantano.
En el trasfondo de este drama se observa un desacople no advertido, aunque característico de esta época: las demandas sociales, el poder político y la agenda están disociados. Cuando hablamos de poder político debemos entender una fuerza con arraigo territorial y afinidad con las corporaciones capaz de imponer, por vía de mayorías legislativas o de consensos estables, un programa y un liderazgo para responder a las demandas sociales, en forma efectiva o generando expectativas de que serán satisfechas en el futuro. Hasta principios de 2018 esto es lo que había concretado Cambiemos a través de la estrategia gradualista: crear consenso y sostener ilusiones. ¿Era, el que impulsaba ese camino, un gobierno suficientemente fuerte? No. Carecía de mayorías legislativas, reales simpatías en las corporaciones (sindicatos, empresarios, Iglesia) y extendido dominio territorial. Sin embargo, había logrado algo notable, aunque exiguo: vencer dos veces al peronismo e interesar a la mitad de la sociedad en un programa de normalización macroeconómica acorde con las expectativas internacionales.
Cambiemos poseía una agenda módica, pero el peronismo, en sus distintas vertientes, conservó cuotas de poder suficientes para objetarla, en cuanto una crisis económica severa destrozó el gradualismo y se llevó puestos los frágiles acuerdos legislativos forjados entre 2016 y 2017. La hipótesis esbozada conduce a una conclusión: mal o bien, Cambiemos propuso un programa, pero con poder insuficiente para ejecutarlo; al revés, el peronismo volvió a mostrar su poder, pero sin propuestas o blandiendo la receta irresponsable del kirchnerismo. En este vacío, los estratos sociales más vulnerables se desplomaron. Desde los empresarios pymes que quiebran hasta las familias sin empleo que se deslizan a la pobreza.
Acaso la salida de este laberinto requiera dos pasos iniciales. Primero, reconocer que los problemas son estructurales e históricos, lo que atenúa los compromisos sectoriales, pero involucra al conjunto en una solución acordada. Esa es la piedad del historiador, indispensable para sanar enemistades. Segundo, asumir la extrema gravedad de la situación económica y ponderar si resulta compatible con una lucha electoral sin concesiones. La razón es elemental: las inversiones que la Argentina necesita con desesperación no vendrán hasta que no existan consenso y liderazgo para establecer reglas de juego perdurables e idóneas. La señal debe ser dada antes de las elecciones, no después. El año 2020 atormenta a los dueños del dinero.
Estas son las condiciones que el inestable capitalismo global le impone a un lejano país que hace tiempo dejó de ser confiable. Por eso, sería fatal ilusionarse con la reciente cosecha y los dólares prestados.
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