Navajazos de odio militante
15 de agosto de 2020

LA NACION | EDITORIALES

Seguir alimentando los prejuicios y arquetipos de los años 70 y cerrar las puertas a la evolución económica y social solo nos acarreará más retraso y degradación

El único sector productivo que tiene capacidad para sacar al país de esta crisis económica y social es el rural, tanto en la pampa húmeda como en las economías regionales. Sin divisas no podrá funcionar el resto de las industrias y sin ellas no se recuperará el empleo genuino ni la recaudación fiscal. Sin ingresos fiscales tampoco habrá dinero para obras públicas ni para programas sociales.
Es tan grave la situación que no hay espacio para devaneos ideológicos, chicanas políticas o navajazos en silobolsas. La pobreza no se combate con ataques a quienes producen ni con tomas de tierras, sino con capitales. El resto es daño y pobreza garantizada. El país necesita recuperarse cuanto antes, lograr inversiones verdaderas y desatar los nudos que aún obstruyen el funcionamiento del sector más competitivo de la Argentina y envidiado por todo el planeta. La hoz y el martillo no se usan más. Fueron reemplazados por microchips y germoplasmas.
Desde estas columnas, señalamos la gravedad de los 30 atentados registrados en establecimientos agropecuarios en todo el país, desde la rotura de silobolsas hasta el incendio de campos, robos de hacienda y daños a la propiedad. En ese momento, destacamos que la única condena, explícita y rotunda, fue la del ingeniero Luis Basterra, ministro de Agricultura y Ganadería de la Nación.
Tras dos meses, se han registrado ya 134 ataques contra silobolsas, además de nuevos hechos de vandalismo rural en todo el país. Esta vez el ingeniero Basterra optó por tomar distancia de lo sucedido, al sostener que se trata de un "asunto entre privados", una muletilla utilizada también por Néstor Kirchner con relación a las coimas de Skanska. Y descartó cualquier contenido ideológico en los ataques. Quizás la razón de este repliegue táctico hayan sido los mensajes implícitos emitidos por la vicepresidenta de la Nación, Cristina Kirchner, cuando ironizó sobre esas roturas como una acción de las "mulitas", o bien su cercanía con Juan Grabois, dirigente del Movimiento de Trabajadores Excluidos.
Resulta inquietante que el Gobierno recurra a Grabois para diseñar un Plan Marshall criollo, que supuestamente crearía puestos de trabajo mediante la entrega de predios y subsidios del Estado a pequeños agricultores, con mayores impuestos. No puede ignorar la señora de Kirchner que, según Grabois, "la Argentina no es viable sin una reforma agraria", requiriendo la expropiación de 50.000 parcelas de tierra para entregarlas "a quienes la trabajan". La toma de tierras en el conurbano estaría, además para ambos, justificada y se explicaría con esas concesiones que ella pretenda asegurarse el control de las calles y amplios territorios suburbanos durante su maniobra judicial para lograr impunidad.
Toda la terminología usada por el dirigente social está congelada en el tiempo. Del vocabulario nacionalista tradicional provienen palabras como antipatria, cipayo, oligarquía e imperialismo. Y del marxismo revolucionario, los conceptos de dependencia, explotación, plusvalías, alienación o proletariado rural.
Expresiones vetustas, de hace medio siglo (de allí su setentismo), cuando el mundo vivía la Guerra Fría, el Che Guevara exportaba castrismo a Bolivia, Salvador Allende asumía la presidencia de Chile y en China tenía lugar la Revolución Cultural. En la Argentina surgía Montoneros con el asesinato del general Aramburu y su derivación extrema, la Tendencia Revolucionaria. Todos ávidos lectores de Manuel Ugarte, Rodolfo Puiggrós, Eduardo Galeano, Jorge Abelardo Ramos, J. J. Hernández Arregui, Norberto Ceresole, Carlos Mastrorilli y otros creadores del "socialismo nacional", funesta combinación de marxismo y peronismo.
En el corazón de esa doctrina estaba el paradigma de la apropiación de tierras por parte de la oligarquía, tributaria del imperialismo británico y carente de "conciencia nacional". Esos autores introdujeron categorías que, a pesar de los cambios históricos, continúan siendo utilizadas por Grabois y el Instituto Patria, en su permanente cruzada contra el campo y que dan contenido ideológico a los cortes de silobolsas, mal que le pese al ministro Basterra.
Cayó el Muro de Berlín, se disolvió la Unión Soviética, sus exsatélites europeos integran la UE y las dos Alemanias se unieron. China, Vietnam y Laos progresan con reformas capitalistas y solo quedan las dictaduras de Cuba y Corea del Norte como exponentes de esos experimentos fracasados. En estos 50 años surgieron la computadora personal, la planilla de cálculo, la fibra óptica, la televisión por cable, la telefonía celular, internet, el GPS, los e-mails, los drones, la banda ancha móvil, los satélites geoestacionarios, los smartphones, las redes sociales, la biotecnología y la nanotecnología.
En 2014, Eduardo Galeano, autor de Las venas abiertas de América Latina, ante esas transformaciones, declaró: "No lo volvería a leer, porque me caería desmayado (. ) cuando lo escribí, no sabía tanto sobre economía y política". Sin embargo, ni Grabois ni el kirchnerismo se desmayan. Posiblemente, porque no saben tanto de economía y política como Galeano en su madurez. Aquí se conservan todos los prejuicios y arquetipos de 1970, inspirados en la La hora de los hornos, de Pino Solanas, inflamados por Ricardo Carpani en su Che Guevara y aggiornados por Ernesto Laclau con su lógica de amigo-enemigo.
Sin embargo, en 50 años todo ha cambiado en el campo argentino. Las familias tradicionales, esa oligarquía terrateniente, en palabras igualmente viejas, han sido casi desplazadas en primer lugar por efecto del paso del tiempo y del Código Civil de Vélez Sársfield, por industriales, comerciantes, banqueros y profesionales. Y por algunos amigos del poder, como intendentes, gobernadores y ministros, además de sindicalistas, contratistas del Estado o reyes del juego.
La agricultura se ha expandido, cambiando completamente su forma de producción. En los setenta, bastaba con un par de tractores, un arado de discos, una rastra, una sembradora, una pulverizadora y una cosechadora. El capital de trabajo era pequeño: para sueldos, gasoil, semillas y herbicidas. No existía aún la soja y la invernada ocupaba gran parte de la pampa húmeda.
Desde entonces, nuevas tecnologías han modificado la estructura productiva y las necesidades de capital. La siembra directa se expandió a partir de los desarrollos de la ingeniería genética y con la aplicación de fitosanitarios, fertilizantes e inoculantes. La revolución digital permitió la agricultura de precisión, con mayor eficiencia en la utilización de recursos. Y también llegó el almacenamiento de granos en silobolsas, técnica introducida por el INTA.
La complejidad y el costo del equipamiento moderno hicieron conveniente la contratación externa de servicios de siembra, pulverización, cosecha y embolsado de grano y forraje, con mayores economías de escala. A su vez, la rotación de equipos permite a productores medianos y pequeños acceder a máquinas modernas con poco uso para sus explotaciones.
Esta revolución agrícola, de base tecnológica, se refleja en el cambio generacional no solo en los productores, sino también en toda la cadena de valor, desde las fábricas de maquinarias hasta los diversos contratistas formados con nuevas habilidades agronómicas, de gestión e informáticas que nada tienen que ver con las estructuras organizativas del pasado. Estos jóvenes saben utilizar internet de las cosas y la nube como aliados estratégicos para mejorar la productividad de las empresas agropecuarias extendiendo las cadenas de valor hasta crear urdimbres productivas que dan actividad a las ciudades del interior.
El total de exportaciones argentinas fue de 65.000 millones de dólares en 2019, De esa cifra, el 64% se originó en la cadena agroindustrial. Es decir, de cada 10 dólares que la Argentina exporta, más de 6 dólares tienen como origen la agroindustria, en conjunto (porotos, semillas, aceite, pellets alimenticios, harina y biodiésel). En el primer cuatrimestre de este año, alcanzaron al 70% de las ventas al exterior. Como es sabido, la soja es la principal oleaginosa cultivada en la Argentina y soporte del complejo sojero que conforma la principal industria exportadora del país. Y la soja es el principal objetivo de los cortes de silobolsas.
Es tan grave la emergencia nacional que no hay espacio para devaneos ideológicos, chicanas políticas o cortes de silobolsas. Sin divisas ni ahorro interno no habrá recuperación sostenible con medidas de corto plazo, como las obras públicas sin recursos o los programas keynesianos sin moneda.
El único Plan Marshall posible surgirá de potenciar el agro y su cadena productiva. Bajar el costo del capital, con un shock de confianza que permita eliminar la brecha cambiaria. Abrir la economía para acceder a equipos e insumos a precios internacionales. Reducir los costos logísticos, aunque haya que enfrentarse con portuarios y camioneros. Disminuir la presión fiscal de provincias y municipios, que destruyen valor para mantener gastos corrientes insustentables.
La verdadera transformación argentina ocurrirá cuando políticos y dirigentes se atrevan a tomar esas decisiones, haciendo oídos sordos a quienes insisten en regresar al pasado, con amenazas que otros concretan.
Nunca habrá educación inclusiva, trabajo para todos y asistencia a los más débiles si la Argentina envía mensajes contrarios a la propiedad privada y la seguridad jurídica. Pues sin estos solo habrá fuga de capitales y navajazos de odio militante a silobolsas.


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